Ojos rojos [Zul'maran & An'ya]

An’ya no se pudo quitar de la cabeza la imagen de Aezla e Ikka cuando ella les entregó las dagas de Xukah.

“¿No te las dio a tí?”

“¿Cómo esperas que reaccionemos con esto?”

En aquel momento, la bebesangre sonrió con tristeza.

“Su última petición fue llevar sus cenizas a Nazmir, en Zandalar. Pero no voy a negarle a sus hermanas lo último que queda de su legado. Os lo merecéis más que yo”.


Ahora sí sentía realmente que el alma de su maestro descansaba en paz, sabiendo que una parte de él siempre estaría con los suyos. Habría llorado en otros tiempos, pero en cambio, le invadió una sensación de calma y bienestar. 

Ahora tocaba volar por los cielos de Hir’eek, en su idolatrada Tuercespina, montada en Dirak.

Su alasangre aún desconfiaba de ella, pero la hembra fue comprensiva y siguió los consejos del Hir’eek’ako al pie de la letra, además de las palabras de Ra’eesah.

La paciencia era una virtud y estaba decidida más que nunca en mantener la llama de su convicción encendida. Un loa’ako que proteger, una tribu por la que luchar, una venganza que debía consumarse por el bien de este mundo.


“Colmillo por colmillo. Cabeza por cabeza. Vil’di, voy a por ti”.


Dirak y An’ya aterrizaron en unas ruinas cerca de Bambala – pequeño poblado habitado por trols de la tribu Lanzanegra – y la noche empezaba a hacerse presente. Era una trol de otro continente y con otras presas completamente distintas; aunque no importaba, estaba acostumbrada a moverse bajo el manto de la oscuridad y adaptarse a los lugares más recónditos. 

Fue entrenada desde que era una cachorra para saber moverse por Costa Oscura en la penumbra y acabar con el enemigo que una vez persiguió a los de su raza. Y disfrutó demostrando que el verdadero Señor de la Luna de Medianoche era Hir’eek y no aquella deidad llamada Elune.

Lo primero que hizo fue dejar al alasangre cazar y devorar a su futura presa, respetando las distancias hasta que viese a su jinete como una leal compañera; posteriormente preparó su armamento, asegurándose de que su nueva daga no estuviese a la vista, entre las bolsas anudadas a su cinto.

Dio por empezada su cacería particular, mientras exploraba con determinación más allá de todo lo conocido anteriormente gracias a los nativos de la selva – entre ellos estaban Rag’wi y Ra’eesah – en muchas incursiones pasadas desde que superó la primera prueba del alajinete.

La noche ya envolvía el paisaje y la brisa mecía las hojas en un suave vaivén, trayendo el olor a sal proveniente de las playas. Era un aroma intenso, junto al que desprendían las altas hierbas por la notable humedad. Todo era hermoso para An’ya, como si estuviese en su salsa, dejando Costasur como una pesadilla lejana llena de peste y muerte. No podía dejar pasar conocer todos los rincones de Tuercespina, hasta la más mínima ruina por explorar y anotar, ante miles de ojos traicioneros con los que la bebesangre estaba dispuesta a enfrentar.

Paró en seco cuando vio una serie de huellas. Gracias a su capacidad de ver en la oscuridad, no le costó mucho discernir que no se trataba de un animal, ni de un trol siquiera, sino de alguna raza que usaba calzado. Por el tamaño del pie, podía ser desde un humano corpulento hasta un goblin con los pinreles más grandes de lo normal.

Fuese como fuese, eran presas perfectas para cortar sus cuellos, usar sus orejas como amuletos alrededor de su cuello, y preguntarle a Ra’eesah si podían resultar las cabezas para reducirlas. Cualquier raza que amenazara a los trols, era indigno de andar a sus anchas impune por territorios que pertenecían a los de su especie por derecho.

Estuvo cinco minutos avanzando lentamente, con la lanza en alto, por si encontraba en cualquier momento al dueño de aquellas huellas, aún frescas, casi sintiendo un sabor metálico que impregnaba su garganta y fosas nasales, alertando que sangre fue derramada. Aquello hizo que avanzara más deprisa por aquel frondoso camino, hasta que vio lo que realmente creyó y se confirmaron sus sospechas: su “presa” yacía en aquella explanada, rodeada de viejas piedras que una vez sirvieron para mantener un asentamiento, con los brazos cortados y desperdigados por el lugar. 

Era un humano. Tampoco sin sus piernas, manos, pies…, solo un trozo de torso deshecho con una cabeza brutalmente golpeada; y quien lo hizo no cometió aquella carnicería con la mente fría, sino que debió dejar aflorar todo el odio contenido.

El vello de la nuca se le erizó, alertando la proximidad del causante, quien posiblemente no hubiese terminado. No se alejó de aquel cuerpo mientras enfocó su mirada por todos lados, esperando que algo saliese de entre los matorrales para atacar. Con los cortes presentados, un animal era imposible, jamás vería a un depredador dejar su comida sin probar bocado ni tirarlo con malicia.

Una hoja del suelo crujió en un susurro, casi imperceptible para alguien que no estuviese concentrado en dar con el peligro que lo acechara, haciendo que An’ya girase sobre sí misma y apuntó directo a sus espaldas, donde una sombra se cernía sobre ella. Al principio le costó discernir bien qué era lo que trataba de alcanzarla, pero bastaron segundos para deslumbrar una piel azulada y un torso bien definido, con una enorme espada portada en una mano. Sin lugar a dudas se trataba de un trol, quien se servía de unas pecheras como armadura y una máscara que cubría completamente su rostro.

Su nuevo rival dejó caer el peso del filo a su lado, clavando la punta en la tierra y formando una línea curva cerca de su pie izquierdo. An’ya aprovechó para darle una estocada con su lanza, que pasó rozando por el cuello del recién llegado. Se enzarzaron en un baile mortal, donde ambos atacaban con brío, deseandose la muerte mutuamente. 

Él con su espada y ella con su lanza. 

Aunque en el choque de ambas armas, tuvieron una interacción visual, cuyas miradas se clavaron como el hierro ardiente. 


“Ojos rojos”  


Compartían el mismo color, la misma mirada y ansia de sangre. An’ya soltó un largo suspiro, pero se mantuvo en alerta para no caer ante aquel detalle y le dio un fuerte codazo en la máscara, haciéndole retroceder. Por la postura de su cuerpo, también parecía momentáneamente confuso.

Hubo un último choque de miradas antes de que él tomase nuevamente su espada, golpeando la lanza hasta tirarla por los aires y colocando el filo cerca del costado derecho de la bebesangre. An’ya, quien estaba acostumbrada al juego sucio, había sacado lo suficiente rápido la daga para cortarle el cuello, pero dejando el metal acariciar su nuez.

El combate había terminado, ambos cuerpos lo sabían, en un empate.

– Baja esa espada, colega – soltó An’ya, descargando aquel tenso ambiente, usando un tono lleno de malicia.

– Y tú esa daga antes de que…–.

– ¿De qué? ¿De que te la clave por debajo de la mandíbula hasta que la punta salga por la boca?

– No hablemos de clavar a quien, porque en ese caso, saldría ganando –. Le hubiese respondido si no fuese porque pilló el verdadero significado. Un trol que busca más un cuerpo donde meterla que tomar un corazón. – Ahora que podemos vernos bien, tienes una piel de ébano, ¿de dónde cojones has salido? –.

– Del coño de mi ma’da –. Y siguió con una risa burlona, sabiendo cómo contestar al recién conocido.

Escuchó otra carcajada por parte de él.

– Tú y yo vamos a tener un rato para conocernos muy bien, así que bajaré mi espada y la mandaré a tomar por culo, mientras tú soltarás esa preciosa daga y te la guardarás bien lejos de mi cuerpo, ¿estamos? –.

– Vale –. Ambos cumplieron con el trato, pero seguían mirándose con notable rivalidad.


Fue ahí donde An’ya de los Kalari conoció a Zul’maran de los Gurubashi.





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