Despertar Sangríento [An'ya]

    An’ya de los Kalari observaba, desde el árbol más alto de la costa, el ancho mar que rodeaba aquella isla maldita. El cielo estaba estrellado aquella noche, pero no había nada en él que despertase serenidad en la trol oscura. La luna empezaba a tomar un tono rojizo, ante la inminente llegada de un eclipse, llamada por aquellos que andaban en la oscuridad como Luna de Sangre. Definía bien como eran las noches en la tribu, muchas de ellas con trols heridos en combates feroces contra animales y espíritus maliciosos que deambulaban en el lugar. Eso le hizo soltar una risotada amarga.
    Ya no solo era el peligro constante lo que afectaba a la hembra, sino los constantes recuerdos que tenía de Kwe’ku y las visiones que Shadra. Sobre todo de las suyas, en las que cumplía algunos de sus objetivos y cómo la sola vista en el beso que un trol desconocido le daba, con aquella pasión desenfrenada, sabía dulce y adictiva en sus labios. Verse con la cabeza en alto, con la sangre de sus enemigos le hizo crecer en un orgullo que creía olvidado. 
    No importaba ya nada más, solo el deseo de fundirse en el manto de la oscuridad. Solo la sensación de notar como el corazón latía y ardía en su pecho, y los hormigueos que inundaban su vientre.
Se asomó por la rama, que colgaba muy cerca del agua, en el ángulo perfecto para saltar y hundirse en el mar. Se quedó mirando hacia abajo, pensativa, con una voz sonando en su mente diciendo que lo hiciese, que saltara, porque debajo encontraría lo que buscaría. An’ya era perfectamente consciente de que aquella isla era traicionera y que todos los espíritus que se habían encontrado eran de seguidores de los loa que creyeron que éstos les habían indicado que fueran allí en busca de complacerlos y cumplir sus misiones. 
    Y solo encontraron la muerte.
    An’ya podía acabar así perfectamente si saltaba de aquella rama y se dejaba arrastrar por las corrientes marinas, y estar condenada y atada en esa isla no sonaba nada tentador. Menos aún atacar a los que fueron sus hermanos de tribu y de palabra. Pero por otra parte, le daba curiosidad saber cómo se sentiría dominar por la adrenalina, cara a cara con la muerte y estar cerca de alcanzar las puertas de Bwonsamdi, aunque lo más oscuro de aquel lugar maldito quisiera atacarla en una tortura eterna. 
    Finalmente, desechó la idea de saltar, pero bajó del árbol, quitándose el yelmo que cubría su rostro y empezó a andar por la arena, hasta tocar el agua con los dedos. Estaba fría, pero no evitó que An’ya comenzase a desnudarse hasta mostrar su cuerpo al completo, adentrándose hasta que la profundidad le llegase a los pechos. Y fue una sensación maravillosa, hundiendo la cabeza y abriendo los ojos, aguantando unos segundos el picor de la sal.
    Entonces, una figura ennegrecida buceaba hacia ella, sin forma, con cierta lentitud. An’ya aguantó la respiración y trató de discernir qué era lo que se acercaba. “¿Quién está ahí?” se preguntaba, sabiendo lo inútil que era formular aquella cuestión debajo del agua y ante un enemigo acechante.
    A medida que la tenía más y más cerca, unos destellos rojos brillaban, fijos en ella, y lo que parecía ser una larga melena ondeaba ante la inquietud del mar, ya con la luz lunar tomando el característico color de la Luna de Sangre. La sensación que le embargó esta vez sí era de miedo, porque parecía que sus pesadillas retornaban para apresar su cuerpo y alma.
    “¿Vil’di?”. La sola idea de tener a la que era su némesis y la raíz de todos sus problemas la enfurecía a la vez que la aterraba. Así que trató de tomar la figura del cuello y empezó a zarandearla, tratando de ahogarla. “No…”.
    Una vez cara a cara, lo que vio hizo que se le helara de sangre: Aquellos ojos rojos destilaban orgullo, sed de venganza, fortaleza… Aunque también crueldad y deseos de tomarse libertades cuestionables.
    No era Vil’di, porque a aquella hembra le faltaba el colmillo izquierdo. Era ella misma, An’ya de los Kalari. La misma que se mostraba en las visiones de Shadra, apasionada y vengativa.
    – “Puedes aceptarme si quieres. Puedes hacer de la noche tu reino, como así lo hizo Padre;  y también hacer del fuego que recorre tus venas tu fortaleza, como así lo hizo Madre. Hundirte ante la pérdida de aquel al que amaste, culparte del destino de tus hermanas y de tu decisión no hará que tu pesar mengue. Xukah ya no está, Dira ya no está, y sobre todo…Sí estás a la altura…” –.
    “¿Estoy…por encima? ¿Realmente puedo permitirme perdonar?” – se preguntó, cada vez más abrazada a su otro yo.
    “Eres An’ya Un Colmillo y pese a que se te dio ese nombre de forma despectiva, hiciste de él tu identidad. Es hora de que su mera pronunciación despierte miedo y respeto ante los demás. Lucha, baila, ama, odia, aprende con firmeza. Solo así alcanzarás realmente el cuello que tanto deseas ahorcar con tus manos” –.
    Cerrando los ojos, se abrazó a sí misma y se dejó llevar por aquellos sentimientos despertados. Ya no olía a sal, sino a hierro y a ceniza. A la vida. A muerte.

[...]

    Estaba acostada en la arena, todavía desnuda, mientras tomaba bocanadas de aire. La luna ya no estaba roja y el cielo se esclareció lo suficiente para volver a ver las estrellas. Los chillidos de los murciélagos y los tambores de guerra sonaban, sin poder evitar ver la marca que la mordida de aquel hijo de El Señor de la Noche le había dado pocos minutos antes de que su tío Lukhan’jin la hiciese entrenar para ser una letal caminante de la oscuridad.
    Era una muestra perfecta de su lazo forjado con los designios de Hir’eek, por lo que pensar en el loa y en el cabello rojizo de su ako le hicieron sonreír, al igual que la larga melena de sangre y letalidad que despertaba confianza y pasión en ella, le daban otro empujón más en busca de su perdón interior.

An’ya Kalari no solo estaría a la altura. No, estaría por encima.

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