Adiós, padre [Okena (Trol)] - Recién Kalari

    Okena contemplaba las llamas de la hoguera con la mirada ausente. Hace días había sido aceptada como una más en la tribu, pasando por un ritual de iniciación con sorpresa final incluida – aún podía oler el hedor de aquel “líquido dorado” sobre su piel desnuda – donde tuvo que renegar de su pasado y aceptarlos como su nueva familia. La joven druida sabía bien lo que hacía y no se arrepentía de haber tomado aquella drástica decisión. ¿Qué podía perder? Ya no tenía nada ni a nadie en Durotar, ya no se sentía cómoda entre los que habían sido sus compañeros tiempo atrás.

    Se hallaba en la selva Zuldazar, en un improvisado campamento situado al oeste, después de una buena sesión de caza. Necesitaba descansar, aún con el sabor de la sangre inundando su paladar, mientras se curaba las heridas de sus brazos y piernas. – Dame fuerzas, poderoso Gonk, para ser apta de tu don – pensó, sosteniendo el bastón con ambas manos. Sentía el peso del sueño en ella, cuyos ojos se cerraban por momentos. No tardó en acurrucarse cerca de la hoguera, en posición fetal, pero con un ojo abierto por su el peligro acechaba entre la vegetación del lugar. No iba a convertirse esa noche en la presa.

    Soñó con una noche estrellada sobre las Islas del Eco. Okena se hallaba en la orilla, con una vista clara del poblado Sen’jin. No estaba sola, a su lado estaba su padre, Zan’ji, mirándola consternado. No sabía que decirle, escuchando el oleaje, con una chispa de remordimiento en lo más hondo de su ser. “¿Por qué lo hiciste?” oyó que le dijo, pero sin abrir la boca, como si se estuviese comunicando con ella mentalmente. “Hice lo que tenía que hacer, padre. Soy una trol, no un orco. Ni un tauren. Además, no simpatizo con los no-muertos de Sylvanas” le respondió, con tono de reproche. “Sabes muy bien porqué lo hice”. No podía evitar sentir frustración por tener aquella discusión. Había adorado a su padre con todo su ser, escuchando sus historias, aprendiendo de ellas y aspirando a ser como él algún día.

    El paisaje cambió, perdiéndose en polvo hasta dibujarse una modesta cabaña. Estaba en el poblado Sen’jin, viéndose a sí misma cuando era una mocosa, entre los brazos de Zan’ji. “La Horda es nuestra familia ahora” le decía, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras la acunaba. “Y así, por fin poder decir que tenemos un hogar. Nos protegeremos los unos a los otros, con valor y honor, mi pequeña. Ya no tienes nada que temer”. Okena respondió al abrazo, rodeando los hombros de su padre. “¿Crees que yo podré ser una gran cazadora? Como tú…” le preguntó, soñolienta. “Claro que sí, mi niña. Y yo me sentiré orgulloso de ti, hagas lo que hagas…”.

    “Haga lo que haga” se burló la Okena adulta, para sus adentros. Su gran logro había sido renunciar a su identidad como Lanzanegra, para pasar a ser una kalari. “¿Estás orgulloso de mí, mientras me observas desde los dominios de Bwonsamdi? Lo dudo mucho…”.

    La escena cambió nuevamente, pero esta vez se hallaba en Orgrimmar. Vio la figura de Thrall, Jefe de Guerra de la Horda, transformándose en el infame Garrosh Grito Infernal. Los orcos que le rodeaban ya no miraban a sus camaradas con respeto y camaradería, sino con desprecio. Apuntaban con armas de fuego a las otras razas, esperando órdenes. Los blasones de la Horda ondeaban en el viento, dirigiéndose a las Islas del Eco, con intenciones de atacarlos. Okena revivió con horror los sucesos de aquel día, quien luchó junto a su antigua familia para defender el que había sido su hogar. Recordaba haber sido herida, arrastrándose en el suelo, en un intento de avanzar hacia su padre para defenderlo. “¡Okena!” le gritó, levantando el brazo para detenerla. “¡No vengas, huye!” detrás de él se acercaba un orco que portaba una enorme hacha. La joven trol vería con horror cortarían brutalmente a Zan’ji, casi partiéndolo por la mitad. Lo demás transcurrió de forma confusa. No vio quien abatió al enemigo, solo alargó el brazo para tocar su cuerpo inerte “Padre…Porfavor… ¿Padre?” susurraba a duras penas. Apoyó la cabeza sobre su pecho, abrazándolo. No le importó que su rostro se manchase de su sangre. Lloró como jamás lo hizo en su corta vida, sin escuchar las palabras de dolor que sus primos y su abuela una vez los alcanzaron.

    “Te mató la Horda a la que tanto admirabas” le espetó, con lágrimas en los ojos. “No, esa no es la Horda que acabó con mi vida” le respondió Zan’ji, con rabia. “Mi sangre fue derramaba en nombre de Grito Infernal, no en el de Thrall”.
“¿Y qué más da? Me uní a la revolución de mi gente para derrocar al tirano y Vol’jin tomó el cargo, con un liderazgo breve porque los demonios se llevaron su vida. Ahora nos lidera una no-muerta que despedazará la Horda como jamás lo hizo Garrosh. ¡Escupo sobre ella y sobre la Horda!”

    Cerró los ojos, de nuevo en la orilla donde empezó el sueño. “La Horda en la que creías ha desaparecido, ya no queda nada de ella. Y yo no voy a formar parte de dicho despropósito, abrazando mis verdaderas raíces. Algo que tuve que hacer hace ya mucho tiempo.” Vio como la expresión de Zan’ji cambiaba de enfurecido a consternado. “Te quise y lo más seguro es que te añore a pesar de todo. Tanto a madre como a ti, pero ahora me debo a mi nueva familia, como kalari que soy. No espero que lo entiendas, pero es mi decisión”. Zan’ji posó una mano sobre la mejilla de la joven, sin decirle nada. Se miraron una vez más antes de despertar de aquel extraño sueño.

    Okena se levantó, aturdida, recordando que ahora estaba en Zuldazar. Se llevó una mano a la cabeza, notablemente mareada, mientras se levantaba. Todavía quedaba algo de fuego entre las ramas calcinadas. Miró su bastón, herencia de Zan’ji, mordiéndose el labio con fuerza. – He jurado ante Gonk, ante mi familia, que cortaría lazos con mi pasado. Es hora de hacerlo bien y cumplir con mi promesa – dijo para sus adentros, mientras lo aferraba con ambas manos, acercándolo a la hoguera. Las llamas se avivaron cuando entraron en contacto, empezando a devorarlo con ansia. Okena lo soltó, observando como lo único que lo ataba a los Lanzanegra era reducido a cenizas, observándolo con los ojos vidriosos, pero decididos. – ¡Atal’Kalar! – exclamó, antes de partir hacia los suyos.

“Adiós, padre”.

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